Las dos de la noche y la pantalla blanca. Mi personaje está
sentado en un sillón, en una mano un cigarrillo y en la otra una
taza con coñac. Recompone minuciosamente algunas escenas.
Así, la desconocida duerme con perfecta calma. Luego le acaricia
los hombros. Luego le dice que no la acompañe a la
estación. Allí observas una señal, la punta del
iceberg. La desconocida asegura que no pensaba dormir con él. La
amistad —su sonrisa entra ahora en la zona de las estrías— no
presupone ninguna clase de infierno.
Es extraño, desde aquí parece que mi personaje espanta
moscas con su mano izquierda. Podría, ciertamente, transformar
su angustia en miedo si levantara la vista y viera entre las vigas en
ruinas los ojillos de una rata fijos en él.
Crac, su corazón. La paciencia como una cinta gris dentro del
caleidoscopio que empiezas una y otra vez.
¿Y si el personaje hablara de la felicidad? ¿En su cuerpo
de veintiocho años comienza la felicidad?
Roberto Bolaño