CODICILO
Sobre los sepulcros donde a los que fueron
envuelve la noche de la eternidad,
he visto coronas de extrañas figuras,
talladas en mármol, madera o metal;
heladas coronas de flores inertes
y tallos sin vida que ignoran el sol;
heladas coronas de flores exangües,
¡de flores sin tedio, sin alma, sin voz!
¡Tres años! Miremos: la tumba desierta;
la misma corona de yerto metal,
cargada de sueño, cargada de polvo,
cargada de insectos que vienen y van...
¿Y el hombre? —No ha vuelto.—¿La novia y el hijo?
—No han vuelto : la esponja del Tiempo borró
la imagen del ido; ¡por eso dejaron
aquella corona sin alma, sin voz!
Señor imprevisto que llores mi muerte
(ausencias de un viaje por lóbrego mar
a tierras obscuras do lívidas momias
aspiran el opio de la eternidad),
no dejes que olviden al pie de mi tumba
anhelo guirnaldas de vividas flores,
coronas talladas en piedra o en boj;
de flores con sangre, con alma, con voz;
de flores cogidas en esas mañanas,
abajo esmeralda y arriba zafir;
de flores que traigan sobre las corolas
el último beso del aura de Abril;
que canten el treno de mis agonías
en las horas breves, que lleven color,
y luego desprendan su pétalos mustios
sobre las cenizas de mi corazón;
las quiero empapadas en tenue rocío:
como tengo el cáncer de la ingenuidad,
me persuadiría de que esa agua es lloro
de amigos y amigas (popularidad).
Señor imprevisto que llores mi ausencia,
no quiero en torturas tu alecto poner;
las flores son caras, muy caras, muy caras:
coronas pequeñas ¡diez pesos papel!...
¡No acepto coronas! Escucha: la Tierra
tiene asegurada su fecundidad,
no habrán de faltarle ni ortigas hirsutas,
ni el híspido cardo, ni el agrio zarzal;
y allí, bajo un palio de espinas simbólicas,
aguardaré —príncipe bajo su dosel—
que llegue la hora de explicar mi vida
al Crucificado de Jerusalén...
Guillermo Valencia